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viernes, 4 de abril de 2014

Paréntesis prosaico para nadar en la brisa cromática


Once upon a time había una bebarda que de tanto comer dulce de damascos untado en galletas marineras, dejarse besar por su amado juglar, jugar con un ukelele, besar (a su vez, y antes y después y durante y en otras ocasiones) a su amado juglar y leer a Hemingway, iba transformando lentamente los colores de su entorno, de modo tal que galopantes ráfagas de luces densas y humareadas, humo-aireadas, de humo mareadas, humareantes de sonido y matices, iban apoderándose de todo. De las paredes, de la lámpara, de la taza, de los días. 
Fue estando en este incesante ir y venir de texturas que Bebarda recordó que hacían como tres o cuatro días (ya no sabía) que no se peinaba, ni se pintaba, y prácticamente no usaba calzado, y que vivía en un mundo paralelo lleno de hojas de hiedra, gatos y lavandas, escondida dentro de los dos brazos delgados pero lo suficientemente fuertes de aquel ser en el mundo que piensa en ella, el juglar que ya les he mencionado, el de los bigotes de cobre y el gorro de lado, dos brazos delgados pero tan nobles que ejecutaban las más bellas melodías que llenaban su aire de canciones y mundos extraños donde sólo entraban ellos dos. Entonces pensó si los colores provendrían de la música, del amor, de los besos o de los gatos. O de la extraña y alquímica combinación de todos esos factores. No encontró la respuesta, pero ambos ya la sabían. De todos modos, no pensó en ello más, y siguió nadando entre la brisa cromática.
De vez en cuando hacía puente de realidad, dos, tres, cinco minutos, para aparentar seguir en los quehaceres del mundo cotidiano, pero rápidamente volvía a acurrucarse bajo las palabras y los rayos apacibles del atardecer


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